En Familia, por Walter Sanchez Silva
(A propósito del Día del Padre)
Todos los días intento luchar contra mis vicios. A veces logro grandes victorias, a veces pierdo lastimosamente, a veces me viene la tentación de no querer luchar. Y a veces he caído en ella.
Antes el “único afectado” con estas faltas era yo (las comillas las pongo porque sabemos que con el pecado siempre uno daña a otros … y uno no sabe hasta dónde eso puede llegar, el misterio de la iniquidad…)
Sin embargo, el costo de esa caída ahora es más alto. Tengo un hijo y una falta mía termina siendo, indefectiblemente, un mal ejemplo.
Ayer escuché decir a mi hijo una palabrota que ha aprendido de mí. Al principio me causó gracia. De hecho tuve que morderme la lengua para no reírme, para no “festejar” el hecho. Pero un rato después me pesó la consciencia, me dolió.
No creo, honestamente, que sea grave. Pero eso que había dicho mi muchacho lo dijo porque me lo ha escuchado varias veces cuando he perdido la paciencia con él (al darle de comer, al vestirlo, al tratar de hacer que haga algo bueno que no le gusta como cepillarse los dientes…) De hecho eso fue lo que le dije a mi esposa cuando buscaba la razón de la palabrota.
Mi pequeño, que dentro de poco va a cumplir tres años, me estruja el corazón de ternura cuando junta sus manos para rezar y hace algo que parece la señal de la cruz: cuando nos disponemos a almorzar o cuando vamos a dormir, por ejemplo.
Mi hijito mira con cariño a Jesús y se conmueve “porque no tiene ropa” y está solo, esperándonos sobre el madero.
Me emociona cuando se despide de su mamá en la mañana y le da la bendición, y luego hace lo mismo conmigo… o cuando después de haber hecho una travesura o tras una indisciplina, nos abraza y pide “biscupa” (disculpas) porque entiende que ha hecho mal y porque sabe que sus papás siempre vamos a perdonarlo… que a veces cuesta un poco más de la cuenta, por cierto.
Este niño que ha llenado de alegría, esperanza, ilusiones, sueños, proyectos y de tantas otras cosas buenas nuestras vidas, es una esponja que absorbe todo: todo lo bueno y todo lo malo.
Y si bien mi pecado y mis errores no podré ocultarlos, espero que el bien que le haga siempre sea mayor, que siempre sea lo que necesite para afrontar la vida, para educar a sus hijos en el amor o para guiar a su grey “oliendo a oveja” hacia el Señor, si es que Dios lo llama y él libremente decide ser sacerdote.
Con Gabriel he aprendido que responde bien cuando su mamá y yo somos coherentes. Y eso cuesta mucho. Pero todo esfuerzo vale la pena, vale la pena el sudor, el cansancio, las noches de poco sueño sin saber qué hacer cuando el crío llora y no hay razón aparente… todo vale la pena por el amor, por la familia, por la buena educación de los niños para que sean santos. Nada más y nada menos.
Y en este día de San Antonio, le pido que Él sea ejemplo para alcanzar al Señor, que Él nos acompañe en la lucha cotidiana por la virtud, por el bien, por la luz que debe arder en los corazones para ser buenos ejemplos de los niños; para que ellos y nosotros podamos iluminar a los “viven en tinieblas y en sombra de muerte”.
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