20 jun 2014

UNA REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Por Card. Joseph Ratzinger*

¿Por qué hay realmente tanta hambre en el mundo? ¿Por qué hay niños que tienen que morir de hambre, mientras que otros se ahogan en el exceso de abundancia? ¿Por qué siempre el pobre Lázaro, olvidado, tiene que esperar ansiosamente para recoger las migajas del libertino rico, sin poder atravesar el umbral? Ciertamente no por el hecho de que la tierra no pueda producir pan para todos. En los países de Occidente se calculan cuotas para la destrucción de los frutos de la tierra, para sostener los precios, mientras que en otros lugares muchas personas mueren de hambre. La razón humana siempre es más creativa para descubrir medios de destrucción que para encontrar nuevos caminos para la vida; es más creativa para hacer presente en todos los rincones apartados del mundo y en forma cada vez más variada las armas de destrucción, que para ofrecer pan en esos lugares. ¿Por qué todo esto? Porque nuestras almas están subalimentadas, porque nuestro corazón está enceguecido y endurecido: el corazón no indica el camino al entendimiento. El mundo está en desorden, porque nuestro corazón está desordenado, porque le falta el amor que podría mostrar el camino hacia la justicia.
Si reflexionamos sobre todo esto, entonces entendemos las palabras de la lectura del día de hoy, palabras que el Señor opuso a Satanás, cuando éste le exigía que transformase las piedras en pan: «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Para que haya pan para todos, primero tiene que ser alimentado el corazón del hombre. Para que haya justicia entre los hombres, la justicia tiene que crecer en los corazones, pero ella no crece sin Dios y sin el alimento fundamental de su Palabra. Esta Palabra se ha hecho carne, se ha hecho hombre, para que podamos recibirla, para que nos pueda servir de alimento. Por eso el hombre tiene que hacerse pequeño, para que pueda llegar a Dios. Dios mismo se ha hecho pequeño, para que él pueda ser nuestro alimento y para que podamos recibir amor de su amor y el mundo se convierta en su Reino.
En este contexto se celebra la fiesta de Corpus Christi. Por las calles de nuestras ciudades y pueblos llevamos al Señor, al Señor hecho carne, al Señor convertido en pan. Lo llevamos en la vida cotidiana de nuestra vida. Estas calles tienen que ser su camino, ya que él no tiene que vivir encerrado en los sagrarios junto a nosotros, sino en medio de nosotros, en nuestra vida diaria. Él tiene que ir donde vamos, tiene que vivir donde vivimos. El mundo y la vida cotidiana tienen que ser su templo. Corpus Christi nos indica lo que significa comulgar: tomarlo, recibirlo con todo nuestro ser. No se puede comer simplemente el Cuerpo del Señor, como se come un trozo de pan. Sólo se lo puede recibir, en tanto le abrimos a él toda nuestra vida, en tanto el corazón se abre para él. «Mira que estoy a la puerta llamando», dice el Señor en el Apocalipsis. «Si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3,20).Corpus Christi quiere hacer audible esta llamada del Señor también para nuestra sordera. Mediante la procesión golpea sonoramente en nuestra vida cotidiana y ruega: ¡Ábreme, déjame entrar! ¡Comienza a vivir por mí! Esto no acontece en un momento, rápidamente, durante la Misa para luego desaparecer. Este es un proceso que traspasa toda época y todos los lugares. Ábreme -dice el Señor- así como yo me he abierto para ti. Abre el mundo para mí, para que yo pueda entrar, para que yo pueda hacer radiante tu razón oculta, para que pueda superar la dureza de tu corazón. Ábreme, así como he dejado abrirse mi corazón para ti. Déjame entrar. Él lo dice a cada uno de nosotros, y lo dice a toda nuestra comunidad: déjame entrar en tu vida, en tu mundo. Vive por mí, para que ella se haga realmente viviente -pero vivir significa siempre entregarse una y otra vez-.
En consecuencia, Corpus Christi es una llamada del Señor a nosotros, pero también un grito de nosotros hacia él. Toda la festividad es una gran oración: date a nosotros, danos tu pan verdadero. Corpus Christinos ayuda también a entender mejor la oración del Señor, es decir, el Padre Nuestro como la oración de todas las oraciones. La cuarta petición, la petición del pan, es como la articulación entre las tres peticiones orientadas al Reino de Dios y las tres últimas, que se aplican a nuestras necesidades.
Esa cuarta petición une ambos grupos de peticiones. ¿Qué es lo que pedimos en ella? Ciertamente, el pan para hoy. Es la petición de los discípulos, quienes no viven de cálculos y capitales, sino de los bienes cotidianos del Señor y que por eso tienen que vivir intercambiando con él, contemplándolo y confiando permanentemente en él. Es la petición de los hombres que no acumulan grandes posesiones y que no pretenden darse seguridad a sí mismos, de los hombres que se satisfacen con lo necesario, para poder dedicar tiempo a lo verdaderamente importante. Es la oración de los sencillos, de los humildes, la oración de aquéllos que aman y viven la pobreza en el Espíritu Santo.
Pero la petición va todavía hacia algo más profundo, puesto que la palabra que traducimos por «cotidiano» no nos es conocida en griego: epiousios. Es una palabra del Padre Nuestro, y significa muy aparentemente al menos también (aunque los eruditos pueden discutir también sobre su sentido): danos el pan de mañana, justamente el pan del mundo venidero. Estrictamente hablando, es solamente la Eucaristía la respuesta a aquello que significa esta misteriosa palabra epiousios: el pan del mundo venidero, pan que ya nos es dado hoy, para que ya hoy el mundo venidero comience entre nosotros. Así, gracias a esta petición, la oración que pide que el Reino de Dios venga a nosotros, tanto en la tierra como en el cielo, adquiere un sentido concreto y práctico, porque mediante la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios viene hoy e introduce el mundo de mañana en el mundo de hoy. Pero también las peticiones en torno a la redención de todos los males, de nuestras culpas y del peso de la tentación están resumidas prácticamente allí: danos este pan, para que mi corazón esté despierto para resistir al mal, para que pueda distinguir entre el bien y el mal, para que aprenda a perdonar, para que se mantenga fuerte en la tentación. Sólo si el mundo venidero se hace presente hoy, sólo si el mundo comienza ya hoy a hacerse divino es que se hace verdaderamente humano. Con la petición del pan vamos al encuentro del mañana de Dios, vamos al encuentro de la transformación del mundo. Con la Eucaristía vamos al encuentro del mañana de Dios, para que su Reino comience ya hoy entre nosotros. Y no olvidemos por último que todas las peticiones del Padre Nuestro se expresan con el pronombre «nosotros», porque nadie puede decirle a Dios «mi Padre», excepto Jesús. Todos nosotros solamente podemos decir «Padre Nuestro», por eso tenemos que rogar siempre con los demás y para los demás, desprendernos de nosotros, abrirnos, y sólo en tal apertura rezamos correctamente. Todo esto está expresado en el estar en camino con el Señor, lo que en cierta manera es el signo particular del día de Corpus Christi.
Cuando el Señor concluyó su discurso eucarístico en la sinagoga de Cafamaum, muchos discípulos se alejaron de él, porque todo lo que había dicho allí era muy duro, muy enigmático para ellos. Ellos querían simplemente una solución política, todo lo otro no era lo suficientemente práctico para ellos. ¿No es así también hoy? ¿Cuántos se han alejado en el curso de los últimos cien años, porque Jesús no era lo suficientemente práctico para ellos? Ya vimos lo que ellos han llevado a cabo posteriormente. Si el Señor hoy nos pregunta aquí quién quiere también alejarse de él, en este día deCorpus Christi queremos responder junto a Simón Pedro y con todo el corazón: «Señor, ¿a quién vamos a ir? En tus palabras hay vida eterna, y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios» (Jn 6,67 y ss.). Amén.
*En Caminos de Jesucristopp. 99-102, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2004

Edición autorizada para Arvo.net

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