Suema, la esclava negra - Cuento para amar al prójimo.
Suema pertenecía a una tribu situada al este del Niassa, uno de los lagos del interior del África. En su niñez vivía feliz con sus padres y hermanos, cuando, un día, vio caer a su padre en las garras de un león que le arrastró a la selva. La madre de Suema quedó viuda, y huyó de allí con sus hijos y con la miseria, que desde entonces no dejó de perseguirla. Los hermanos de Suema murieron, y ella quedó a su madre como único consuelo, viviendo juntas en una choza miserable.
Un día llegaron unos negreros con objeto de dar una batida por el país, y , hallándolas sin defensa, se apoderaron de la niña y de la madre. Nada más cruel e inhumano que una caravana de esclavos. Se les ata una larga cadena que llevan al cuello, y así se les hace marchar durante días enteros a través del desierto, sin tregua ni descanso, cargados con fardos pesadísimos; y si llegan a acortar el paso, rendidos por la fatiga y las privaciones, sus feroces guardianes les hacen acelerar la carrera a latigazos. Las víctimas de tantas maldades perecen en número considerable. Los sobrevivientes llegan a un estado lastimoso.
La madre de Suema pronto fue incapaz de llevar por más tiempo un pesado colmillo de elefante con que la habían cargado. Siendo ya inútil para la caravana, la privaron de su ración de alimento. Suema quiso desde luego partir la suya con su madre; pero, al ser descubierta por los guardianes, fue azotada hasta sacarle sangre en castigo de semejante delito. Los días siguientes tuvo la pobre niña el dolor de ver a su pobre madre consumirse de inanición.
Los esfuerzos de la desgraciada para no quedarse atrás eran cada vez más penosos, y no hacían otra cosa que retardar el momento fatal en que, agotadas por completo sus fuerzas, no pudiese seguir. Cayó, en efecto, sobre la arena, y la caravana continuó su camino, arrastrando consigo a Suema, la que viendo que cada paso la alejaba más de su madre, abandonada en la soledad del desierto, no pudo reprimirse, y emprendió la fuga en medio del silencio de la noche, volviéndose en busca de la que la había dado el ser.
La encontró en el mismo sitio en donde la habían dejado; las aves de rapiña revoloteaban en torno de ellas, como si esperaran que exhalara el último aliento para devorarla. La presencia de la hija reanimó a la madre moribunda, abrió los brazos, y, estrechando a Suema contra su corazón, la arrulló con dulzura, murmurando a su oído amorosas expresiones. Agobiada la desgraciada niña bajo el peso de tan tristes sentimientos y horrorosos trabajos, acabó por dormirse. Mas de súbito se sintió sacudir bruscamente. Estrechó entonces con más fuerza a su madre: unos hombres crueles se esforzaban en arrancarla de sus brazos. Eran los mismos de la caravana, que volvían persiguiendo a la fugitiva. Una lluvia de golpes cayó de pronto sobre la madre moribunda que daba voces lastimeras; abrió ésta sus brazos, y los verdugos se apoderaron de la hija, a la que arrastraron violentamente consigo.
Quebrantada de cuerpo y de espíritu, la desgraciada Suema apenas vivía cuando llegó a Zanzíbar, donde se hacía el mercado de esclavos. Allí estaban en la plaza pública, mezclados y confundidos, descarnados por el hambre, extenuados por la fatiga, sin aliento para sostenerse en pie. El comprador se acercaba a examinarlos, y para prueba los hacía correr, saltar, enseñar los dientes... ni más ni menos igual que si se tratara de la compra de animales.
Suema quedó tendida en un rincón del mercado. El conductor ya no pensó sino en desembarazarse de ella; no valía para nada, y había que enterrarla, porque exhalaría su último aliento antes de llegar a los muladares. La envolvieron, pues, en una estera que ataron como un saco, y la arrojaron a un foso, cubriéndola con una leve capa de arena. Había perdido el conocimiento y se diría que sólo volvió en sí para darse cuenta que la habían enterrado viva. Hizo un esfuerzo supremo forcejeando para respirar, y a sus gritos desgarradores acudió una partida de chacales hambrientos que iban a devorarla. En este momento, por divina Providencia, un joven cazador acertó a pasar por allí y los hizo huir no sin gran trabajo, y, movido a compasión, trasladó a Suema al hospital de la ciudad.
Allí, la solicitud y cuidados de las hermanas la devolvieron a la vida. Más aún: guardada en el recinto del orfanato e instruida en las verdades de la religión, pronto manifestó deseos de recibir el Bautismo y hacer su Primera Comunión.
Cierto día, una de las hermanas la llamó para que le ayudase a cuidar un moribundo que habían traído al hospital. Nuestra joven se acercó al lecho y reconoció a su perseguidor, al verdugo que había hecho perecer a su madre y que a ella misma le había hecho sufrir horribles torturas. Su corazón hubo de dar un vuelco en el pecho. ¿Habría que perdonarle? En aquel momento supremo Suema hizo un esfuerzo; alzó los ojos y vio una hermosa imagen de Nuestra Señora de los Dolores que, llena de luz y de bondad, presidía la gran sala del dolor; cayó de rodillas delante de ella, y la gracia divina triunfó a la resistencia que oponía la naturaleza. Perdonó a su cruel enemigo. Este acto heroico propio de una lama escogida, la hizo digna de la vocación religiosa.
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