Josep Miró.- Cuando se aprobó la Ley Integral contra la Violencia de Género, algunos académicos criticaron el uso inadecuado del idioma, porque “género” tiene una aplicación en el ámbito de la gramática, pero es incorrecto para designar a hombres y mujeres, que se diferencian precisamente en razón de su sexo. La humanidad se divide entre hombres y mujeres, recordaba el dirigente socialista francés Lionel Jospin.
En realidad tal error no existía. El título de la ley obedecía a la concepción ideológica que sostiene “que el género es una construcción independiente del sexo, un artificio libre de ataduras. Hombre y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como uno femenino”.
Estas palabras, que vaticinaban la pérdida del sentido común, son de la conocida teórica Judith Butler, (“Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity”).
No es extraño que una dirigente socialista afirmara recientemente “la mayoría de las características que configuran aquello que es específicamente femenino y aquello específicamente masculino, son construcciones culturales, un producto de la sociedad no necesariamente derivado de la naturaleza”.
La perspectiva de género no es una forma cortés de decir sexo o mujer, sino una brutal ideología que cabalga de la mano de la confusión y de las leyes del gobierno.
Esta doctrina sostiene en contra de la ciencia, de la evidencia neurobiológica, que no existe una forma de procesar la información propia del ser mujer u hombre, una esencia femenina o masculina.
Para esta doctrina, “los hombres y las mujeres no sienten atracción por personas del sexo opuesto por naturaleza, sino más bien por un condicionamiento de la sociedad” (y en esta seudo lógica radica la estrategia del homosexualismo político: si se cambian los paradigmas, todo el mundo podrá ser homosexual). “El mundo no está dividido en dos sexos que se atraen sexualmente uno al otro, sino que existen diversas formas de sexualidad, que incluyen homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales y travestidos, como equivalentes a la heterosexualidad”.
Contamina al feminismo al proclamar que “La teoría feminista ya no puede permitirse el lujo de proclamar una tolerancia del ‘lesbianismo’ como ‘estilo alternativo de vida’. Se ha retrasado demasiado una crítica feminista de la orientación heterosexual obligatoria de la mujer. Una estrategia apropiada y viable del derecho al aborto es la de informar a toda mujer que la penetración heterosexual es una violación, sea cual fuere su experiencia subjetiva contraria”. Todo esto sería para marcarnos unas risas, si no fuera porque la han convertido en la doctrina oficial de este país.
Es una construcción que aplicando categorías degradadas del marxismo más esquemático establece una dialéctica de enfrentamiento entre hombres y mujeres inspirada en la lucha de clases. Considera al matrimonio y a las familias estables, como el enemigo a batir. La paternidad y la maternidad son nocivos, porque supeditan la mujer al hombre y a los hijos.
A los que sostienen estas extrañas doctrinas, empezando por quienes nos gobiernan, se les debe exigir que expongan sin recortes su concepción, que no la camuflen bajo abstractos discursos sobre derechos civiles.
Porque buena parte de las leyes españolas, además de las apuntadas, nacen de esta inspiración ideológica: la ley sobre el matrimonio homosexual; aspectos concretos de la ley de fecundación asistida y, buena parte del tratamiento que se da en la de Igualdad.
Obviamente la de identidad sexual y, al amparo de la nueva ley de educación, lo más dañino: la asignatura obligatoria de Educación para la Ciudadanía, que adoctrinará sobre todo esto a partir de los diez años. Les examinarán sobre ello, y el resultado puntuará para la nota media.
Con franqueza, ¿usted era consciente de todo esto? Y si no está de acuerdo con toda esa liquidación del sentido de la humanidad, ¿ahora qué? ¿A tragar que son cuatro días?
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