Autor: Pablo Cabellos Llorente | Fuente: Catholic.net
Católicos sin complejos
Para quitar complejos a un católico, lo primero es que trate al Dios Uno y Trino
Católicos sin complejos
He recibido muchos correos a raíz del artículo "Católicos acomplejados". Todos contienen ideas interesantes, algunos solicitan medios para vivir la fe sin complejos, otros se lamentan de la cerrazón a Dios en su ambiente, los hay quejosos por la marginación profesional, social o de los medios de comunicación a que son sometidos, muchos son valientes, decididos y audaces para tener ese talante admirable del cristiano del que habla la Epístola a Diogneto...
Me he sentido impulsado a escribir de nuevo por si algo puedo ayudar a que nadie permanezca en la queja o en la constatación de un mal ambiente respecto a la fe cristiana.
Me siento deudor de unos referentes que debo citar porque es cierto que no escribo de lo mío o, al menos, muy poco. Esos focos de luz son Jesucristo y el Nuevo Testamento. Luego mis padres, San Josemaría Escrivá, Santo Tomás de Aquino, San Agustín, Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger, ahora Benedicto XVI. Hay muchos más, pero ahí -junto a todo el Magisterio de la Iglesia, especialmente el Vaticano II- están mis puntos fuertes.
Acudiendo al Evangelio, recordamos la escena en la que Marta se queja a Jesús de que su hermana María no le ayuda en las faenas del hogar por escuchar al Señor. Esta es la respuesta de Jesús: "Marta, Marta, tú te ocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola es necesaria".
Oí muchas veces a San Josemaría que lo único necesario es la santidad. Este Santo fue denominado por Juan Pablo II un contemplativo itinerante porque vivió y predicó la llamada a buscar la santidad, la contemplación, en el medio habitual en el que se desenvuelve nuestra vida. Suyas son estas palabras: "Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día (...). O sabemos encontrar en la vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca". Juan Pablo II también le llamó el Santo de lo ordinario.
El entonces cardenal Ratzinger escribió el día de su canonización un artículo titulado muy expresivamente: "Dejar obrar a Dios", para afirmar que esa fue una característica capital en la vida del fundador del Opus Dei. ¿Qué une lo ordinario y la contemplación? ¿Qué relación existe entre ese dejar obrar a Dios y sembrar en muchas almas el afán por encontrarle en las actividades más diversas? San Pablo dice a Timoteo que la piedad es útil para todo y, evocándolo, afirmará san Josemaría que el remedio de los remedios es la piedad. Quien, ante la sorpresa de muchos, predicaba en los años treinta que la esencia de la vocación al Opus Dei es trabajar y santificar el trabajo, no dudaba en afirmar que lo primero en la vida de estas mujeres y hombres -algo muy aplicable a cualquier otro cristiano corriente- son las normas de piedad -Santa Misa, oración mental, rosario, etc.- junto a los sacramentos. Es decir, la esencia, la médula, se perdería sin ese trato continuo con el Señor.
Se ven recogidas dos ideas expresas y otras latentes. Para quitar complejos a un católico, lo primero es que trate al Dios Uno y Trino. Hay muchas formas de hacerlo, aunque algunas ineludibles: la oración, porque no se ama lo que no se conoce, y la vida sacramental, principalmente la Eucaristía y la Confesión: ahí están los cauces ordinarios de la gracia. Estas son las armas del cristiano. El segundo gran tema es trabajar bien y cara a Dios: convirtiendo el trabajo en oración, que no significa poner la atención en dos asuntos simultáneamente, sino trabajar con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres), como afirmaba San Josemaría en una entrevista recogida en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer. Eso exige saberse mirados amorosamente por Dios, hacerlo todo por Él y ejercitar muchas virtudes al trabajar.
Lo implícito: primero, la formación para conocer mejor a Jesucristo, por ejemplo, a través del Catecismo de la Iglesia Católica: no bastaría una piedad ayuna de doctrina. Y después, ocuparnos de ofertar a los demás la alegría de creer, de saberse otro Cristo y, así, hijo de Dios. Con humildad, porque todo es don.
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