12 mar 2012

Nadar contracorriente



Las presiones sociales pueden ahogar la personalidad y masificar a las personas. El desafía de ser fieles a sí mismos y a la verdad. Por J. L. Martín Descalzo.

«Al hombre de cada siglo le salva un grupo de hombres que se oponen a sus gustos.» Esta frase de Chesterton es una ley histórica que hoy tiene más sentido que nunca. Y es más difícil, porque nunca fue tan fuerte la corriente que nos empuja a ser como los demás.

¡Es tan sencillo, tan fácil y agradable entregarse en las manos del conformismo! ¡Tan duro, en cambio, atreverse a ser lo que se es y a creer lo que se cree no por el tonto afán de "ser diferentes", sino por fidelidad a nuestra propia alma!

Es asombroso pensar que Dios «fabrica» las almas una a una, dándole a cada cual una personalidad propiamente suya e intransferible y que, a los pocos años, el mundo ha conseguido ya uniformar a la mayoría de modo que parezcamos más una serie de borregos que una comunidad de seres hermanados pero diferentes.

No es ya que todos tengamos los mismos horarios, vayamos tras mismas distracciones o vistamos de la misma manera, sino que -además- pensemos y sintamos idénticos, como salidos todos de un solo cajón.

Creemos ser libres, pero lo cierto es que todas las noches y a la misma hora todos vemos en la «tele» el mismo programa, lloramos o reímos en el mismo momento. «Acata la moda o abandona el mundo» es una de las leyes de nuestro siglo, en el que se ha realizado ya a la perfección lo que presentía el clásico latino: «Desgraciadamente, la opinión tiene más fuerza que la verdad». Es cierto: la gran diosa de nuestro siglo es la opinión pública, y ya se sabe que la opinión gobierna al mundo con la misma técnica con la que un ciego guía a otro ciego.

Y el problema más grave es que este riesgo -que han padecido todos los siglos- parece hoy más intenso que nunca. Leed despacio este párrafo de Von Balthasar: "A medida que progresa la organización técnica del mundo moderno, la verdad va cayendo cada vez más infaliblemente en el terreno de la organización, de sus medios y sus métodos, y por lo mismo, el conformismo se convierte en regla universal tanto para los cristianos como para los demás. Y, así, vemos cómo va desapareciendo, a un ritmo acelerado, la raza de los espíritus libres que constituían, hace sólo dos siglos, el fenómeno normal de la personalidad cristiana."

El diagnóstico es duro, pero exacto. El hombre actual parece dispuesto a canjear las «grandes libertades» para comprar las «libertades inferiores». Renuncia, por ejemplo, al tiempo libre para leer o pensar, a cambio de poder ganar un poco más dinero. Se acomoda a hablar de lo que todo el mundo habla porque teme que, si dice lo que lleva en su corazón, pronto le considerarán un bicho raro. Y así es cómo la adaptación se ha convertido en la primera ley para vivir en este siglo.

La practican, incluso, los cristianos con su fe. Y, naturalmente no voy a oponerme yo a esa adaptación de las fórmulas de expresión o de los modos de vivir que son inevitables para convivir en nuestro siglo y para transmitir el mismo mensaje de la fe. Lo malo es cuando lo que se «adapta» es el alma, transformándola según los requerimientos de la opinión pública y de lo "políticamente correcto". Parecería lógico renunciar a algunas «libertades inferiores» para salvaguardar las grandes, pero no a la inversa. Uno «adapta» los vestidos o el vocabulario, no el corazón o las ideas.

Claro que ser fieles a nosotros mismos es algo que siempre se paga caro. Napoleón decía que «la independencia es una isla rocosa, sin playas». No es fácil desembarcar en un alma independiente. La personalidad es siempre arisca y un tanto solitaria. Pero un hombre debería atreverse a ser diferente si eso es necesario para seguir siendo fiel a su alma.

Porque, además, a la larga son los profetas los que se imponen. Es la sal la que da a los guisos su sabor. ¿Y para qué sirve la sal que se ha vuelto insípida, la sal que se ha «adaptado» y ha perdido su personalidad?

Extraído de "Razones para el amor"
(fuente: www.yocreo.com

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