La sociedad contemporánea se jacta de su avance respecto a centurias anteriores, en especial en el campo científico. Sin embargo, ¿puede decirse lo mismo del progreso moral? Lastimosamente, entrados en el siglo XXI, persiste, en determinados ambientes, la falta del sentido de la persona humana y de su dignidad. No son pocos los países donde la vida humana, en cualquiera de sus estados, se halla en peligro: guerras, persecuciones y… sí, el aborto. En China, también en España, se producen abortos a los siete meses de gestación.
La imagen de la joven mujer junto a su niña abortada de siete meses habla por sí sola. La abolición del derecho a la vida es el mayor atentado que cabe contra la persona. Sin embargo, causa pavor y honda preocupación percibir la aceptación de este terrible crimen contra la misma humanidad. El derecho a matar es una legitimación que sólo puede otorgarse un enfermo mental o una persona de una maldad extrema. Sí, dentro de esta obscura maldad se halla el egoísmo, el miserable hedonismo que busca la complacencia del yo por encima de todo, incluso de la vida del homónimo, traspasándose las líneas rojas que marcan la ley natural y el mismo sentido común.
La defensa de la vida no concierne en exclusiva a los creyentes. Si la persona humana, con su vida, no es el fundamento de los derechos ya se puede hablar de todo tipo de progreso, pero no de humanidad ni de sabiduría cuando se consiente la mayor injusticia: la muerte del nonato, cuyo único crimen, si existe, es el de recordar a sus progenitores, a su padre y a su madre, el compromiso establecido en la donación amorosa de sus seres. No obstante, abortar genera problemas de conciencia por la simple razón, obvia, de lo que implica.
Es indispensable, por tanto, que la humanidad cobre conciencia de este crimen, del mayor genocidio existente en muchos países y que en España siega la vida, cada año, de cien mil seres humanos. Es lamentable, sin embargo, que los poderes públicos no defiendan la vida humana y su dignidad sin excepción, pues el aborto no sólo es una cuestión propia de los padres, sino que incumbe también a la sociedad, pues sólo un infrahumano no puede sentirse interpelado ante la ejecución de un aborto. El Estado, La Iglesia, toda institución, todo ser humano debe introducirse, a la luz de ese lema abortista, en los ovarios de la mujer. Nadie, con sentido común, puede excusarse en la defensa de la vida humana, pues ningún crimen debe poder apelar a la libertad de conciencia para conquistar su impunidad.
La función del Estado es procurar el bien común, para ello es indispensable introducir los medios democráticos necesarios para garantizar el derecho a la vida y, a posteriori, la dignidad y la promoción de la persona. Indudablemente qué promoción puede haber de la persona si se acepta incluso como derecho el asesinato de determinadas vidas. Si matar es un delito abortar no debe ser otra cosa, aunque intentemos, por medio de un ejercicio nominalista, convertirlo en otra realidad distinta de lo que es: poner fin a una vida humana que no se considera digna de vivir. Quizá asusta que hable de penalización, pero es lo que le corresponde a un crimen. Y no nos confundamos, la legalización del aborto no favorece su desvanecimiento sino que aumenta su número, porque lo que es legal se concibe como algo que es bueno. Y el aborto, desde luego, no es nada bueno, ni para la madre ni, aún menos, para el ser humano que es asesinado de un modo u otro.
Desde luego uno de los mayores progresos sino el mayor de la humanidad será el reconocimiento de la vida humana, y su respeto, desde la concepción hasta la muerte natural.
Imagen: Christian News Wire
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